Crónica Vida Festival 2014
Lo primero que enamora de Vida Festival es, como era de esperar, el idílico emplazamiento. La Masia d’en Cabanyes y sus alrededores suponían el marco perfecto para disfrutar de un evento destinado más hacia una media de edad más alta, que no busca lugares desérticos y masas de gente yendo de un lado a otro. A pesar de cierto caos a la hora de moverse por el recinto, sobre todo por las zonas de bosque, y donde miembros de la organización tampoco ayudaban a orientarse, al final uno se hacia con el lugar. La verdad, hasta perderse resultaba todo un placer.
Como primera parada estaba M. Ward (un fallo eléctrico en los cercanías provocó que se tardase dos horas de Sants a Vilanova, cuando deberían ser 40 minutos). El cantautor se mostró vigoroso, mucho más suelto de lo que pueda aparentar en el estudio o como rostro secundarío en She & Him. Acompañado de una banda que tampoco se cortaba a la hora de darlo todo, en directo potencia su vena más americana, retozando sin complejos en el country o rock más clásico. Incluso terminó con el clásico Roll over Bethoveen de Chuck Berry. Sabor añejo para dar paso a la noche, donde la iluminación del lugar generaba una magia hipnotizante.
La verdad es que no me considero fan de Rufus Wainwright, y sus discos se me hacen pesados, pero tenía la intuición de que su directo me captaría. Ataviado con un look excéntrico a la altura de su llamativa personalidad, al piano o a la guitarra, era la única presencia sobre el escenario (a las divas no les gusta que les hagan sombra). E iba sobrado, para qué mentir. A pesar del murmullo incesante del comienzo, las voces (coñazo) se iban callando conforme avanzaba el recital y Rufus se metía a todo el personal en el bolsillo, especialmente con ese himno universal que es Hallelujah. Por supuesto no faltaron sus chascarrillos y sus aires de estrella por los que tanto le adoramos. Un diez.
El Último vecino tocaba en un lugar sacado de cuento, rodeados de árboles que casi nos abrazaban con sus ramas y una iluminación sencilla pero adecuada. A través de sus hits de andar por cosa (disco que se nos pasó comentar el pasado año, pero muy recomendable), su «newavero» estilo conquistó a un público que probablemente en su mayor parte no había escuchado nada de ellos. También ayudaba la actitud de Gerard, alma máter indiscutible, que hasta hacía que obviásemos el carácter bucólico del entorno para teñir el ambiente de sensaciones enrarecidas pero irresistibles.
Los catalanes Mishima quizás no era la mejor opción para lidiar de madrugada con un público cansado. Y es que a pesar de que no se tratase de un festival de corte ravero, el atardecer hubiese sido una mejor opción. En realidad se podían encontrar guitarras mucho más contundentes que por ejemplo en Rufus, pero en su cancionero hay cierta monotonía que necesita una mejor ubicación en el horario, o ser fan a muerte de la banda. Por ello, tras ellos, tomé la decisión de recoger mis bártulos y coger fuerza para un sábado que se presentaba calentito.
El directo de Sílvia Pérez Cruz y Raül Fernández era ideal para presentarlo en plena naturaleza. Su intimista y sencilla propuesta se adecuó a la perfección en el entorno y un gran número de personas se colocaban entre los árboles, que parecían un espectador más. El silencio era sepulcral, casi sobrenatural, como la actuación de los dos artistas. O más bien consecuencia de ello. El chorro de voz de Sílvia no resulta una novedad, pero su fuerza y presencia respecto al estudio se multiplica y cala hasta los huesos. Raül y su pericia a la guitarra mantiene un equilibrio perfecto con la interpretación de ella, sin echar de menos cualquier otro instrumento. Incluso aunque su pop folclórico no esté en tu top de géneros favoritos, la emoción flotaba en el ambiente y nadie era inmune a ella.
Un acertado setlist entre clásicos y lo mejor de su estupendo último disco pudo ser lo más destacado del directo de Yo La Tengo. Pues no, porque había tantas luces que resulta difícil destacar un aspecto sobre otro. Ellos, con esa actitud tan irresistiblemente nerd que jamás abandonan, empatizaban a tal nivel con los asistentes que cualquiera que de primeras no comulgase con la banda hubiese acabado de cañas con ellos. Y no porque soltasen speeches eternos, es su música y actitud las que tejían un show con tramos absolutamente estremecedores (si hay que destacar uno me quedaría con la vulnerable interpretación de I’ll be around). Y qué grande es Georgia a la batería, por cierto (bueno, y cuando le tocó ponerse frente al micro también).
Hidrogenesse sabían que lo tenían difícil para reunir a cierta cantidad de público que prefería esperar a coger sitio en el escenario de Lana, pero ellos llevan la jarana y el surrealismo en la sangre y al final había la suficiente gente para que la fiesta siguiese su curso. Sus ya conocidos hits como Disfraz de tigre o No hay nada más triste que lo tuyo (que con ganas de aligerar el dramatismo de la espera dedicaron a los fans de Lana) se unieron con su conceptual último álbum, donde brilló Christopher, y en el cual se entregaron al desfase absurdo y adictivo de sus habituales shows. Y ellos vestidos de mamarrachos, por supuesto, muy «maricas», como la versión que nos regalaron de la canción del mismo título de Los Punsetes.
Un montón de jóvenes que rebajaban la media de edad se agolpaban en las primeras filas del escenario principal para presenciar a la para muchos la estrella de la noche (y para algún que otro el cáncer del festival): Lana del Rey. Muy guapa y con su habitual expresividad de somnolencia aguda, empezó el show con su ya famoso «mi coño sabe a Pepsi-Cola» de Cola, abriendo un setlist algo extraño y enrevesado. Faltaron hits como Ride (y en cambio de Paradise estuvieron la magnífica Body electric y God & Monsters, aparte de Cola), y sonó alguna nadería como Millon dollar man; pero lo más alarmante fue la casi ausencia de Ultraviolence, donde solo interpretó el tema titular y West Coast, además de una parte de Old money por petición popular. Si tú misma no crees en tu disco, ¿quién lo hará? Además, el anuncio que hizo la organización sobre conciertos más cercanos en duración a los de una sala que en un festival fue un humo total y absoluto (quizás el mayor «pero» del evento, pero tampoco para gritar de indignación); y es que leyendo el setlist de Lana en Glastonbury, exacto a este, esperábamos un mayor surtido de temas. Pero no.
La primera sección del directo resultó algo carente de fuerza (asumiendo que Lana no es la fiesta), y auténticos clásicos de la talla de Blue jeans y Born to die sonaron a medio gas. Parece que necesitaba de la energía de sus fans, con los que estuvo en modo maja (fotos, besos, autógrafos) durante demasiados minutos (al final ya era en plan: «ya te vale, bonita»). A partir de ahí el show ganó enteros, y Video games, Summertime sadness o la mentada Old money, a capella, muy de pelos como escarpias todo, y una potente National Anthem para terminar, arreglaron un directo que quizás no esté a la altura de fama, pero que a pesar de sus imperfecciones, deja huella. Quizás porque ya nos tiene ganados desde hace mucho.
Austra podrían haber presentado un directo como poco divertido si no destacaba por su trascendencia. Ni lo uno ni lo otro. Al menos en mi caso no llegaron a conectar, pero el público tampoco parecía darlo todo como si sucedió en otros recitales de la banda. Los grandes temas de sus dos discos se empequeñecían en directo, no emocionaban, no divertían. No es que resultase desastroso, peor, anodino. Pero bueno, lapsus los tenemos todos.
Paus animaron lo que Austra no pudieron, gracias a la presencia de la doble batería, que otorgaba una potencia sonora a la que uno no podía resistirse. Quizás no era bailable, o no al menos de la manera habitual, pero la opción de retorcerse ante su rock experimental no se presentaba como mala opción.
Por cierto, todo se escuchaba de lujo. Ya era hora de un festival donde no nuestros oídos no sufriesen. Y no había exceso de público. Otro concepto de festival, vamos.
Miguel Casanova & jarto