Slowdive en Joy Eslava, Madrid: un viaje onírico alucinante

Tras cancelar en el último momento en Mad Cool 2017 por respeto a la muerte de Pedro Aunión, se esperaba que Slowdive volviesen a España en algún momento de 2018. La verdad es que no nos podemos quejar: Barcelona, Madrid, Vigo y de nuevo Barcelona en Primavera Sound. Mi cita era en la capital, más concretamente en Joy Eslava. Y he de decir que desde el primer momento en el que anunciaron el concierto, debido al exitoso comeback que ha supuesto su enorme disco homónimo, el aforo de la sala me parecía algo insuficiente. Las entradas llevaban agotadas semanas y al acudir ayer comprobé que estaba hasta los topes. Demasiado. Un colega me dijo: «esto parece Madrid Arena». Y un poco, la verdad. No digo que superase los límites legales de aforo, no soy un experto en la materia, pero el agobio era una constante, especialmente en los primeros minutos.

Tras situarme más o menos bien, dentro de mis posibilidades, el concierto comenzó puntual, apareciendo los cinco miembros en escena, con Rachel Goswell y  Neil Halstead en primer plano, obviamente (aunque él algo esquinado, como cediendo protagonismo a ella). Abrieron la veda con el tema que inaugura su último álbum, Slomo, y además de esta, tocaron cuatro canciones más del mismo (cinco de ocho, no está mal). Especialmente aplaudidas fueron, obviamente, Sugar for the pill y Star roving, esta última entre nuestro top 5 de 2017 (para mí, una de esas canciones que te cambian la vida).

Por supuesto sus tres discos antiguos también tuvieron su espacio, con un buen equilibro de temas entre todos, pero con el mítico Souvlaki a la cabeza (tocaron cinco también: Alison, When the sun hits, Souvlaki Space Station, 40 days y Dagger). Por lo general bastante fieles a las originales, pero con suficientes matices únicos del directo que aportaban cierta frescura a sus clásicos, pero también a las nuevas canciones. Y mención especial a la versión de Golden hair de Syd Barrett, que comenzaba misteriosa y delicada, al estilo Twin Peaks, y derivaba y terminaba en post-rock «bigger than life».

Sin embargo un notable setlist no vale de mucho sin una buena calidad de sonido. A la salida comenté con otro amigo (¡es que ahí se reunió todo el mundo!) acerca del temor a que su estilo expansivo no casase demasiado con la acústica de la sala, pero gracias a Dios los miedos se disiparon al minuto uno. Además de una magnífica calidad, el equilibro de sonido entre voces e instrumentos era encomiable, respetando la esencia del shoegaze, donde las voces se suelen diluir, pero sin que estas se conviertan en una mera anécdota (como les sucede en directo a otras bandas que no se etiquetarían en el género precisamente).

Todo ello propició la experiencia que los amantes del mejor shoegaze esperábamos, esa en la que puedes cerrar los ojos y flotar sobre la masa. Sin embargo, para ayudar a redondear la experiencia, tampoco era tan mala idea abrirlos. Y es que los visuales, de carácter abstracto por lo general, eran en su mayoría espectaculares (aunque algunos no tanto: parecían sacados del peor Winamp), y no solo se proyectaban sobre la pantalla, sino sobre ellos mismos. Una nebulosa visual que envolvía la sala, potenciando la música y generando así la atmósfera perfecta para desconectar y perderse. O casi.

Y es que estábamos rodeados de pesados que Dios sabe por qué pagan dinero por un concierto en el que solo dan por culo. Y más en uno de este corte, etéreo y ensoñador. Otra amiga que se encontraba a unos metros de mí también me contó lo mismo, y durante el concierto se oían gritos de ciertos individuos que creían que asistían a un concierto de Sex Pistols. Pero a veces ni el retraso mental del personal conseguía mitigar la fuerza sonora del quinteto. Así de grandes fueron; así de grandes son, en general. Por cierto, Neil Halstead, ahora solo con bigote, es todo un sugar daddy.

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