Lo sutil y lo evidente: la eterna batalla entre crítica y público

El nuevo disco de Robyn ha generado cierta revuelo. Y es que muchos esperaban un trabajo compuesto por un banger tras otro, al estilo de Body Talk hace ya 8 años, o incluso como el homónimo a mitad de la pasada década. Sin embargo, a pesar de un single que más o menos remitía a aquellos lares, lo que tenemos en Honey es un disco, más que para bailar, para follar. Sosegado, elegante, intimista y sobre todo sutil. Y aunque los críticos ya la adoraban, este giro ha sido recibido con vítores y aplausos. No tanto por sus fans, o no por una buena parte de ellos al menos.

De nuevo se contempla lo que casi siempre difiere la opinión de crítica y público. En el caso de una estrella del pop, alternativa, pero popera al fin y al cabo, sus fans suelen preferir la vertiente más desenfadada, quizás porque es de las pocas que no se queda en los singles y consigue publicar discos redondos que a su vez podrían ser recopilatorios. Sin embargo la crítica, por mucho que en los últimos años haya abrazado el pop de manera más evidente (el ejemplo más a mano es Pitchfork), aún les chirría el pop en su esencia más petarda, en el mejor de los sentidos. E incluso si de una Robyn les gusta en esa faceta, si se muestra más, y esa es la palabra clave del post, sutil, beberán los vientos por ella todavía más.

La crítica especializada y los que basan parte de sus opiniones en ella son una facción de la sociedad que en la mayoría de ocasiones se ha decantado por este concepto, más allá de otros más evidentes y directos como la épica o, como en el caso del pop, el desmelene. Todo lo contrario que el resto de la sociedad, que suele abogar por cuanto más épica o desmelene, mejor.  Dos posturas enfrentadas, o más bien, los intelectuales enfrentados a la masa mientras esta vive casi ajena a ellos y solo se dedica a disfrutar más que a valorar.

En mi caso siempre me he encontrado un poco en tierra de nadie, y, dependiendo de qué género o artista, me decanto por una actitud u otra. En el caso de Robyn, lo que hacía lo que hacía de lujo, y aunque Honey realmente me gusta, con ella prefiero el drama y la emoción en la pista de baile, no lo voy a negar. Porque lo que ella hacía no estaba ni está al alcance de todo el mundo. Desde mi modesta opinión, una buena canción pop de baile me resulta mucho más complicada de fraguar que, por ejemplo, una buena canción folk. Lo mismo sucede con la comedia, género cinematográfico y teatral infravalorado, y que a la hora de la verdad se plantea como un mayor desafío para sus creadores que un drama intimista.

Con ello por supuesto no quiero decir que Robyn haya optado por el camino fácil, para nada, posiblemente se haya dejado llevar por lo que le pedía el cuerpo (el «body talk», ya se sabe). Quizás todo se deba a la tan traída y tan llevada madurez, pero como a la última Beyoncé o ratos Lady Gaga, que también han optado por esta vía, adolecen la ausencia de hits. Y muchos dicen que lo fácil hubiese sido repetirse. No lo comparto, ya que el verdadero reto habría sido tomar la fórmula de club banger y llevarla a otro nivel. Que sonase a Robyn (o ,si lo preferís, a la popstar que se haya relajado últimamente), pero sin que pecase de déjà vu.

Sin embargo, como la crítica reciba su disco, no tiene nada que ver con ella y su arte. Se trata de un trabajo honesto y auténtico, y, aunque en mi caso prefiera un Body Talk, realmente inspirador y que de nuevo erige a Robyn una vez más como una artista de tomo y lomo. Simplemente ha vuelto a poner de relieve las eternas diferencias entre crítica y público. A ambos se les ve el plumero (en realidad para los primeros resultó mucho más evidente con Beyoncé), y los segundos también deberían ampliar su concepto de popstar. Quizás yo también tendría que aplicármelo un poquito. Pero es que, en este caso, no se trata de una popstar cualquiera. Es que es Robyn; pero también, justo por ello, la sigo idolatrando.

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