Sobre Rosalía, lo moral y lo auténtico

Antes de que sigas leyendo, una advertencia: no soy crítico musical. Lo mío es escribir de cine. Al menos así era hasta empezar a escuchar a Rosalía. O, para ser más exactos, hasta empezar a leer a otros sobre Rosalía. Textos agrios, viscerales, que buscaban provocar reacciones muy diferentes a la admiración que entonces ya profesaba hacia su música. Cuando esto me ocurría con una película era una señal de que tenía que alzar mi voz, es decir, escribir. Pero, como he dicho, yo no sé escribir sobre música.

Afortunadamente, gente como Jaime Altozano (en su canal de Youtube) o Julianne Escobedo Shepherd (en Pitchfork) ya han compartido expertos análisis en lo estrictamente musical de un disco tan complejo como El Mal Querer, por lo que no tengo que ponerme en evidencia. Este pudor, por desgracia, no parece compartirlo parte del periodismo y la crítica musical de este país, cuyos prejuicios, como emulando a la propia Rosalía, avanzan en capítulos o estadios revelando más sobre ellos y su (nuestra) forma de entender la cultura que sobre su teórico objeto de estudio. Es esto último lo que ahora me interesa.

Seguramente recordaréis cómo, a raíz de los singles Malamente y Pienso en tu mirá, saltó la polémica a raíz de la supuesta apropiación cultural de la tradición gitana (¿andaluza?) por la cantante. Curiosamente, esta discusión bizantina fue apagándose en la misma medida que crecía su perfil internacional, vía entrevistas y reseñas en medios extranjeros o carteles de eventos como los MTV EMA, en los que figuraba al lado de artistas como Nicki Minaj o Dua Lipa. Como suele ocurrir en España, cuando ampliamos el marco a escala transatlántica tales conflictos revelan su insignificancia y los aspavientos se congelan como los de un espantapájaros, toda vez constatado que lo único puro y esencial es el girar de un mundo indiferente a nuestras cuitas.

Las invectivas no han cesado, sin embargo, sino que se han adaptado a la nueva condición transfronteriza de Rosalía, identificándola con el enemigo público número uno: el capitalismo global. ¿Acaso no luce el dinero invertido en la producción del álbum, en los vídeos atiborrados de efectos visuales o en los carísimos vestuarios y coreografías? ¿No es evidente que no estamos hablando de talento, sino de la fabricación de un producto a golpe de talonario?

No, no lo es. Con dinero se pueden conseguir muchas cosas, pero en un mercado tan competitivo como el musical no es tan sencillo prefabricar un éxito, ni tan siquiera un hit, solo invirtiendo en producción y publicidad. Cualquiera que acostumbre a leer los créditos de los discos o las películas sabe que entre esa retahíla de nombres numerosas funciones requieren una importante labor creativa. Por poner un ejemplo (y vuelvo por un momento al cine), hasta una película aparentemente tan vulgar como Megalodón comporta centenares de decisiones artísticas que pavimentan o arruinan su carrera por la taquilla. Más aún si, como ocurre con ‘El Mal Querer’, tal producto se aleja de las fórmulas para proponer un sonido único, que remite pero no equivale a las corrientes genéricas de las que bebe. ¿Alguno de los que ven el disco como una conspiración empresarial se ha parado a pensar qué sentido tiene entonces la inclusión de canciones tan poco comerciales como Que no salga la luna o Reniego, en vez de seguir la estela de los singles previos? ¿No son demasiado complicadas para ser un simple relleno? Por otra parte, el otro argumento derivado de esta teoría de “producto integral”, que consiste en negar a Rosalía todo mérito autoral en favor de un enjambre de trabajadores corporativos a su alrededor —aun desconociendo cómo se gestó el disco realmente—, solo puede ser propio de almas donde ha arraigado la semilla de la mezquindad. ¿Era entonces su trabajo anterior (‘Los Ángeles’) otra operación teledirigida de invasión y conquista, solo que del mercado hipster? ¿Cómo explicar la continuidad artística entre dos discos de productores tan diferentes? ¿Es Rosalía el soldado universal del capitalismo, preparada a sus veinticinco años para el asalto a cualquier nicho de mercado?

A las dudas sobre la legitimidad artística de la cantante se suman asimismo otras sobre la moral, a raíz de su participación en el lanzamiento de una colección de prendas junto a Pull&Bear. Inditex, Amancio Ortega, niños esclavizados en Bangladesh: estampas del Mal se agolpan en nuestra imaginación como transeúntes en un escaparate de Zara en plena campaña navideña. Por si fuera poco, tampoco se pronuncia con rotundidad contra la tauromaquia o a favor de las tesis del feminismo mainstream, ni mucho menos se moja en asuntos políticos candentes (aunque por eso mismo se intuya, y eso sí que molesta en este país, que no está alineada con fanatismo alguno). Duele pensarlo, pero quizá Rosalía… sea prosistema. Como todos nosotros.

Uno de los fenómenos sociológicos más llamativos de nuestra generación es la avatarización ideológica de las celebridades. Como nos vemos impotentes para realizar cambios profundos en la sociedad, al menos sin pasar por grandes sacrificios, escogemos a determinados miembros de lo que identificamos como élites económicas y sociales para que nos representen en una suerte de Juegos del Hambre de la conciencia limpia. Por supuesto, no pueden ser empresarios o políticos, con contaminación sistémica de origen; tampoco miembros particulares de ONGs o religiosos abnegados, cuyo margen de acción es limitado y además se les presupone el compromiso, como si por ser un requisito mínimo tuviese menos valor. No, para que el avatar funcione es preferible que el famoso represente nuestro gusto y sensibilidad; en otras palabras, que forme parte del mundo del cine, la música y la cultura en general que consumimos. Alguien a quien podamos exigir, por ejemplo, que proteste contra Netflix y su política de recursos humanos como condición para que nosotros sigamos viendo sus obras en Netflix… aunque la queja no haya producido cambio alguno.

Esta atribución ideológica, además, ha devenido estándar a medida que han aumentado nuestras manifestaciones públicas de indignación por que nuestros privilegios coexistan con las miserias de otros en un mismo planeta. Que el producto declare su rebelión contra el sistema que lo ha fabricado es, por consiguiente, también parte del producto —de ahí el escándalo cuando figuras como Kanye West o Gal Gadot rompen dicho contrato tácito vía declaraciones en contra del mainstream ideológico—. La asunción de una ideología antisistema universal que, con diversos matices, compartirían la mayoría de artistas mientras no digan lo contrario, en lo musical está profundamente ligada a ese concepto de “autenticidad” al que me refería. Lo auténtico casi siempre se refiere a un estadio preindustrial de la música; o, en su defecto, a un estadio de dicha industria previo al actual y recordado como más amigable o artísticamente honesto. Que una autora que defiende las raíces folklóricas de su música promocione una línea de moda o cualquier otro derivado mercadotécnico, por tanto y según semejante criterio, no puede más que verse como una traición a las mismas.

Me da la sensación de que gran parte de la crítica cultural se rige por automatismos morales, y no por juicios racionales acerca de lo que es el capitalismo en 2018. A varias generaciones, incluida la mía, nos inculcaron que era uno de los posibles sistemas de organización económica, en pugna con muchos otros. En cambio, las nuevas ya apenas se preocupan por lo que es, sino por cómo se vive. Una pregunta que quizá sea más natural. Porque, si nos atenemos a sus procesos de creación frágil y destrucción salvaje, es indiscutible que el capitalismo es el sistema que más se parece a la vida. Si no queremos vivir de espaldas al mundo que se va construyendo al margen de nuestro maximalismo judeocristiano, debemos prestar oídos a la moral creativa intrasistémica que proponen los que vienen detrás de nosotros, cuyo principio no sería condenar, sino alumbrar. Vivir. ¿Un ejemplo? Sufres una ruptura tormentosa con tu pareja y, en lugar de ventilar tus miserias en Twitter, haces un disco temático inspirado en un escrito anónimo del siglo XIV, con alusiones a Björk, Kendrick Lamar, Bach y la Repompa de Málaga.

Mientras desde nuestros islotes de la crítica señalamos horrorizados las profundidades infestadas de bestias predatorias, muchos artistas parecen ajenos a estas y danzan en la superficie trazando todo tipo de formas: bellas, misteriosas, efímeras. Seguramente saben mejor que nosotros lo que ocurrirá si se paran. Disfrutemos ahora de su música, de nuestra música. De esa belleza impura que abandonamos hace tiempo por cosas más elevadas que jamás llegamos a encontrar, y que ahora, cuando menos lo esperábamos, nos invita a volver a ella. Y ahí sigue, como en el fondo todos sabíamos.

“No le temas al camino
Es como una maldición
No le temas al camino
Si la alumbro, la confirmo
Ya lo sabes, es lo que pasa
Y ninguno quie’e decirlo”

(de Maldición, tema incluido en El Mal Querer de Rosalía)

Álvaro Peña

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