El progresismo de chichinabo del artisteo yanqui

Donald Trump es un grandísimo hijo de puta. Eso que quede claro. Se comporta como un niño mimado, que si no tiene lo que quiere patalea hasta que lo consigue. Por suerte en los últimos tiempos no ha sido así, después de sus intentos para impugnar los resultados de las elecciones hayan fracasado. Y así, con un supuesto final feliz para la izquierda, Joe Biden es el nuevo presidente de los Estados Unidos (sí, Estados Unidos, no América, que ya les vale). Y claro, todos deberíamos estar saltando de alegría. En el país de los ciegos el tuerto es el rey, ya se sabe.

Y es que ya sabemos que al otro lado del Atlántico ser demócrata es lo más parecido a la izquierda, pero ni de lejos de acerca a ella. No sería ni el equivalente al PSOE en nuestro país, que ya se sabe que de izquierda tiene cada vez menos. Bernie Sanders fue lo más cerca que los estadounidenses palparon algo ligeramente similar a lo que en Europa consideramos izquierda. Un sueño que por supuesto duró poco, quizás porque el país aún no está preparado para ello porque cualquier atisbo de avance social lo asocian al comunismo. Recuerdo, días antes de las elecciones, a unos cubanos afirmando que votarían a Trump porque no quieren que el comunismo de su país cale en Estados Unidos. Ese es el nivel.

Entonces el mundo artístico, que obviamente suele tirar más hacia la izquierda, se les hace el culo pepsicola por la victoria de Biden. Es normal, quitarse de encima a un subnormal como Trump siempre es motivo de alegría. Pero en general el apoyo que siempre han mostrado hacia los demócratas ha resultado excesivo y hasta incómodo para nuestra cínica mentalidad europea. En España, que un artista se posicione políticamente nunca ha estado muy bien visto, y por supuesto están en su derecho y no debería ser tan vilipendiado. Pero uno cosa es eso, y otra deshacerse en elogios hacia un candidato cuando llevan a cabo políticas más que cuestionables.

Obama no fue una hermanita de la caridad en, por ejemplo, asuntos de inmigración, algo a lo que a Trump se le ha echado en cara durante todo su mandato. Hillary Clinton y Kamala Harris son el súmmum de la política neoliberal mundial, mientras que Trump era más proteccionista (aunque a nosotros nos viniera mal). A Biden no le tembló la mano para bombardear Libia. Su vecino Justin Trudeau ha hecho gala de una política medioambiental que no se aleja demasiado de la su homónimo yanqui. Ey, pero son de «izquierdas». Y además uno negro, dos mujeres y otro guapo, para qué más.

Parece que con eso vale para ver a infinidad de artistas participando en sus campañas políticas como si les fuese la vida en ello. Con una devoción que ni sus fans hacia ellos. Parece que no hay fisuras en su apoyo y el sentido crítico, aunque sea mínimo, voló por la ventana. Y es verdad que muchos preferían a Sanders, pero con su ausencia, y la necesidad de echar a Trump de la Casa Blanca, se han agarrado a un clavo ardiendo. Y una cosa es escoger el mal menor, y otra cegarse por él. Y justo de un mundo como el de la cultura esperamos más en ese sentido.

Porque Lady Gaga berreando el himno nacional les emocionará a ellos, pero desde aquí nos parece de lo más trasnochado. Y sobre todo hipócrita con lo que implica el progresismo, que va más allá de asuntos feministas, raciales o LGTB. La manera en que enfocas la economía condiciona casi todos los aspectos sociales, y si apoyas o te conformas con este sistema, sigues siendo culpable de la desigualdad (que también afecta a minorías). Aunque pensándolo bien, muchos de ellos son millonarios al fin y al cabo, por lo que quizás les cuenta ver más allá de sus narices, o no les convenga hacerlo. Progresismo de chichinabo, sí.

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